Alberto Ponce: “Creo firmemente que tanto la escritura como la lectura deberían ser una experiencia expandida”

junio 05, 2025
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Publicado en Chile por Ediciones Liz y en España por Editorial Dosmanos, la novela Vivero es el debut literario de Ponce. En el libro, de la mano de la poesía visual, del lenguaje científico y de un cuidado abordaje narrativo del paso del tiempo en pandemia, el autor aborda el deterioro físico y mental del personaje del padre en diálogo con preguntas por el vínculo con el mundo vegetal. 

Su aproximación a las artes inició con el interés por las esculturas y las instalaciones. Por ello, Alberto Jesús Ponce estudió en el College de Artes y Humanidades de la PUC. Luego pasó a la Escuela de Diseño del mismo plantel. De esa experiencia sensible fue, de a poco, decantando en las letras. “El libro comienza como un cuaderno de notas que realicé durante el proceso de escritura de mi tesis”, relata. En ese camino, sus intereses fueron desviándose poco a poco hacia la escritura crítica, por lo que decidió estudiar filosofía orientada a objetos y ecocrítica. “De allí nació mi fascinación por la perspectiva no-humana, en especial por los seres vegetales. Así fue como decidí centrar mi tesis en torno a la pregunta: ¿cómo prototipar nuevas formas de empatía con las plantas?”, sigue.

Ese proceso se cruzó con el diagnóstico de Alzheimer a su padre. “Su deterioro avanzaba muy despacio hasta que llegó la pandemia. El encierro hizo que su condición se acelerara de forma aterradora: en apenas un mes de cuarentena, mi padre pasó de poder salir a comprar o reunirse conmigo en su centro de salud mental a no poder bañarse sin ayuda”.

En ese momento le dijo a su profesor de tesis, Pablo Hermansen, que no podía seguir experimentando con plantas “mientras mi padre requería casi el 98% de mi atención. Fue entonces cuando me propuso: ‘¿Por qué no aprendes a cuidar a tu padre al mismo tiempo que aprendes a cuidar a las plantas?’.” Una pregunta que lo dejó en jaque pero que le hizo sentido: “Después de todo, las plantas son seres ontológicamente muy distintos de los humanos, y mi padre estaba entrando en un devenir en el que también se diferenciaba enormemente de mí y de lo que fue en algún momento. Así fue que me propuso escribir un diario de cuidado, unas notas que con el tiempo ficcioné y en las que jugaba con el tiempo y los formatos”.

Esas notas terminaron siendo Vivero, novela ganadora del premio Mejores Obras Literarias 2022 categoría novela inédita, tras lo cual fue publicado en Chile por Ediciones Liz. Luego llegó a España por Editorial Dosmanos.

Como señala la reseña de la editorial local, esta novela “es una obra profunda y conmovedora que invita al lector a adentrarse en la mente de un joven anónimo que busca escapar de una vida que lo sofoca. A través de una estructura narrativa fragmentaria y una prosa poética y evocadora, el autor nos sumerge en la exploración de los afectos más que humanos, de la relación entre el protagonista y su padre con alzheimer, y su conexión con las plantas”.

-Vivero se publicó en Chile y luego en España. ¿Cómo se dio ese cruce de públicos? ¿Cómo ha nutrido la ruta y despliegue del libro? ¿Cuáles han sido las recepciones allá?

El libro lo publiqué en Chile cuando ya estaba viviendo aquí en Madrid. Después de ganar el premio en 2022, inicié conversaciones con la editorial Ediciones Liz para comenzar el proceso de edición del texto, sabiendo que emigraría a España antes de recibir los primeros comentarios. Fue una apuesta arriesgada por parte de Liz, ya que yo no estaría en Chile para hacer un lanzamiento, ni para presentar el libro, ni para realizar giras. Es algo que lamento, porque no he podido presenciar de primera mano la recepción real de la obra en Chile. Por eso, no sé bien qué se ha pensado dentro de la escena de lectores, ni tampoco entre las colegas escritoras. No participaba en la escena literaria chilena, y aún no lo hago; el premio fue más bien una sorpresa que ni en mis mejores sueños esperaba. Pero, viniendo del mundo de las artes visuales y el diseño, no tenía con quién compartirlo dentro del círculo literario.

Aquí en España, en cambio, ha tenido un recibimiento increíble. Ha salido en la prensa escrita, destacando tanto la temática como la forma en que está escrito y narrado. He podido integrarme mucho en la escena literaria madrileña, que me ha abierto las puertas de par en par. He tenido discusiones muy enriquecedoras sobre lo que propone la obra en relación con la estética del cuidado y las nuevas formas de escribir sobre la naturaleza (esa naturaleza con n minúscula, de la que formamos parte en nuestra enmarañada cotidianidad). Por otro lado, los lectores se han hecho presentes compartiendo sus experiencias como cuidadores y formulando preguntas sobre cómo abordar estos nuevos lazos de cuidado e interdependencia que emergen en este planeta herido.

-A propósito de España, ¿qué estás haciendo allá?

En España estoy trabajando, escribiendo y desarrollando un proyecto junto a mi esposa. Decidimos venirnos a vivir aquí como una aventura de un par de años, pero nos hemos enamorado de este lugar y de su gente. Sobre el proyecto que menciono, no puedo darte mucha información, solo puedo decirte que es algo que nos hace muchísima ilusión ver realizado. Por lo demás, estoy consolidando mi carrera como escritor, algo que, hasta el premio, jamás imaginé que llegaría a tener.

-¿De dónde viene este imaginario vegetal que elaboras? ¿Tienes referentes literarios que puedas contarnos?

Ese imaginario vegetal viene de mi curiosidad por las otras formas de conocimiento que aparecen cuando dejamos de colocar al ser humano en el centro. Si comenzamos a mirar la realidad desde otras perspectivas, que no sean exclusivamente humanas –o al menos lo intentamos–, podemos reencantar el mundo y dejar de verlo como algo a consumir, o como un espacio del que se puede extraer todo sin consecuencias. Las plantas me resonaban más que los animales precisamente por esa diferencia radical con nosotros. Experimentan el mundo de formas que son casi inimaginables para las personas, y eso despierta admiración y un deseo profundo de encontrar en uno mismo aquello que tenemos de vegetal.

Leí muchísimo sobre perspectivas no-humanas y llegué a filósofas y pensadoras a quienes hoy admiro profundamente: María Puig de la Bellacasa, Donna Haraway, Anna Tsing, Karen Barad, entre otras. Por otro lado, me sumergí también en la neurobotánica y la filosofía vegetal. Sin embargo, no tuve referentes directos en cuanto a lo creativo. Las formas de escritura del libro nacieron más de la experimentación material que de haber leído a personas que hicieran algo parecido. Pero, haciendo un esfuerzo, podría mencionar la escritura de María Negroni, una autora argentina increíble que me ha inspirado, y nuevamente a Donna Haraway con «Las historias de Camille: Los niños del compost».

-¿Qué potencialidades estéticas le ves a esa mirada sobre el mundo vegetal? Por ejemplo, en el libro representan el paso del tiempo…

Debo confesar que nunca supe que estaba escribiendo Vivero. Fue recién cuando, junto a mi esposa, ordenamos todas esas notas extrañas que tenía –sobre el cuidado de mi padre, sobre las plantas, sobre mis investigaciones en torno a los seres vegetales– que me di cuenta. Lo que me lleva a una máxima que trato de seguir aun hoy, incluso después de haber terminado la novela: escribir es compostar. Al final, todas esas notas, todos esos fragmentos discursivos o narrativos terminaron compostándose y transformándose en lo que terminó siendo Vivero.

Además, algo que influyó muchísimo en mi manera de concebir la obra fue haber cursado los seminarios abiertos del colectivo Pliegue. Ahí se hablaba de cómo Deleuze deseaba que los libros fueran concebidos como instalaciones. Es decir, que un libro no debía escribirse para ser leído de manera lineal, de izquierda a derecha, sino que debía explotar en el espacio, y que uno, como si estuviera dentro de una instalación artística, hilara los puntos, hiciera constelaciones que nunca son iguales, que siempre cambian de un lector a otro, de un momento a otro, de un espacio a otro.

Creo que eso, sumado a la idea de la escritura como compost –de juntar, mezclar, transformar–, son los potenciales estéticos que tiene la obra.

Lo del tiempo tiene que ver directamente con la percepción que se vive al estar en el vórtice del Alzheimer. Los deterioros fracturan la realidad hasta el punto de volver a los individuos en seres que jamás fueron y hacen que uno perciba el tiempo de formas otras. Unas formas que se asemejan más a la poesía que a la narrativa.

-El libro nos enfrenta a una corporalidad cambiante, a la del padre. ¿Cuán desafiante fue escribir esto mismo, el cuerpo del padre?

Mi padre fue una figura ausente durante mi infancia. Y eso tiene que ver con el hecho de que llevaba una vida paralela. Mi madre fue su amante durante muchos años, y mi hermana y yo éramos los hijos fuera de su matrimonio. El caso es que, cuando su esposa cayó enferma de demencia, mi padre decidió quedarse definitivamente con mi madre. Lo que ocurrió después es lo que cuento en la novela: él enfermó de aquel mismo padecimiento.

Hay algo que siempre digo y que creo que es muy potente para mi familia y para mí: terminé amando más a mi padre enfermo que sano. Y fue porque me di la oportunidad de conectar con él desde la fragilidad, desde una nueva relación que no necesitaba tener nombre, ni seguir ningún tipo de referente.

Con mi padre jugábamos, hacíamos experimentos. Él era mi actor: yo le decía que íbamos a hacer fotografías, que íbamos a grabar películas, y él se presentaba frente a la cámara. Había una complicidad muy importante en ese sentido. Y luego lo de la intimidad del cuidado, donde está lo cruel, lo que duele, lo que desagrada, lo que enternece y lo que maravilla.

Está también el tema del padre histórico, que para mí fue muy fuerte. Mi papá fue el contador de quien introdujo la cocaína a Chile, el Yayo Fritiz, antes del golpe militar. Mis hermanos –los hijos de su matrimonio– me contaban que era común verlo, con su obesidad característica, lleno de anillos y relojes caros, paseando por Arica con dos guardaespaldas. El paso de esa imagen a la del ser que yo cuidaba, ese cuerpo delgado y frágil, era abismal. Así que, cuando yo escribía sobre el cuerpo de mi padre, lo que hacía era sumergirme en ese cuerpo frágil, nuevo, con todo el peso histórico que él cargaba, pero también con el peso de haber estado ausente. Por último, está también esa idea de que, cuando existen fenómenos que fragmentan al individuo, los roles se vuelven fluidos: yo fui el cuidador, el colega, el padre, el tutor, el hijo de mi padre.

Vivero tiene varios dispositivos dentro de  la novela. Poesía visual, listas, nombres científicos… ¿cómo describirías la construcción de este volumen?, ¿Cómo se integran estas piezas? ¿Cómo dialogan?

El tema de la variedad de dispositivos viene de mi formación como artista visual. La idea de entender que cada forma en que se construye un texto –una lista, un verso, un cartel, un haiku, un diagrama, lo que sea– son materiales para construir una obra, y no solo obras en sí mismas. Eso me dio mucha libertad.

Considerar los textos en distintos formatos como materiales que puedo disponer dentro de un espacio escritural –como lo es una novela o un libro– fue la manera que encontré para componer la obra. Esto fue algo que entendí después, ya cuando tenía todo el material: todas las notas, los apuntes y las entradas de diario. Fue como decir: “Mira, este libro se puede considerar un grupo de instalaciones que componen un conjunto”.

Creo firmemente que tanto la escritura como la lectura deberían ser una experiencia expandida, más que simplemente la redacción o la lectura lineal de un texto que va de principio a fin.

-Sobre la carga poética, ¿escribes poesía?, ¿cómo se mete en tu registro narrativo?

En términos concretos, no tuve formación en escritura poética. De hecho, ni siquiera contaba con una gran formación narrativa, más allá de un curso que tomé en 2018 en la Universidad Católica de Chile, que fue con Yuri Pérez y Alia Trabucco. Era algo así como un taller de escritores en residencia. Luego seguí en contacto con Yuri, quien siempre me leía con mucho cariño cuando le mandaba cosas que me parecían más o menos interesantes.

He de confesar que tampoco era un gran lector de novelas o poesía. Sí lo era, en cambio, de filosofía y crítica. Quizás de ahí viene que algunos lectores hayan comentado que Vivero resulta algo frío en su registro. Entonces, creo que ese tono poético viene más bien de la manera en que encontré de escribir las cosas. No hay mucho más detrás. Simplemente creo que era la forma en que me salía narrar.

-Hay un cruce sutil y poético con el estallido social. Encontramos por ejemplo al padre casi sin habla en diálogo con los mutilados oculares. ¿Qué quisiste representar en ese vínculo? 

La verdad es que lo del estallido fue una cosa de contexto. Con mi padre salíamos a sus controles médicos y estábamos aprendiendo a habitar la ciudad con su nueva condición cuando llegó el levantamiento. Fue un episodio lleno de confusión para él y de mucho temor. No entendía qué estaba ocurriendo, por qué ya no podíamos tomar el metro o por qué no podíamos seguir yendo a los lugares que solíamos visitar. Veía mucho la televisión y se encontraba con imágenes muy duras de la represión policial contra los manifestantes. Había en él una especie de empatía extraña hacia lo que ocurría. No sabría cómo explicarlo.

Además, las demandas por el reconocimiento de las labores de cuidado fueron un tema importante en las movilizaciones, algo que nos interpelaba directamente. Una conversación que como sociedad aún nos debemos. Hay mucho que avanzar en términos de leyes en ese tema.

-La pandemia como escenario, ¿cómo la ves desde hoy? 

Me resulta increíble leer desde este tiempo el tema de la pandemia. Todo ese contexto físico del encierro, toda la biopolítica que se había impuesto en la ciudad, ese imaginario del virus como algo del interior y el exterior, donde el exterior terminaba siendo peligroso y el interior era el refugio. También la resignificación del hogar, que pasó a ser un encierro. Son cosas que quizás ahora no están tan presentes o no parecen tan urgentes, pero resuenan absolutamente.

Hoy seguimos viviendo las secuelas de la pandemia: todo lo relacionado con la salud mental, con esas discusiones que se abrieron y que siguen vigentes sobre el estar en un estado de incertidumbre constante. También esa sensación de un futuro incierto, donde todavía hay cosas que no sabemos cómo se van a desarrollar. Recuerdo que en su momento se decía que esta pandemia podía ser solo la primera de muchas, debido a nuestra negligencia con el planeta, y eso me parece que, aunque se ha ido perdiendo como discurso, sigue siendo algo que no podemos dejar atrás.

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