No me dejes de querer

En tiempos en los que el cinismo y el sí mismo parecieran insondables fuentes de inspiración para la creación artística, La zona pastel (2025) nos recuerda que el desacato a la norma suele ser, sobre todo, una cuestión de forma. El libro de José Guerra y Bryan Bachman es más bien un “bestiario”, un “almanaque”, una “esquela”. O también un artefacto sobre artefactos; está hecho con arte y tanto el libro como las vidas narradas son hechos de arte, si nos remitimos a la etimología misma de ‘artefacto’.
La zona pastel es un texto habitado por un deseo contracultural, un deseo de escritura, de creación, de utopía y de comunidad, que disiente no tan solo de la norma del género, sea esta sexual o literaria, sino también de la rigidez de las siglas que firman y se afirman . Al decir de Néstor Perlongher, este libro evita los “cauces asfaltados del remolino de los afectos”, aquellos con los que la diversidad sexual se amansó y se volvió un inteligible segmento de consumo; transitando por cauces de narrativas épicas individuales y confesionarias, afines a la cultura dominante, pero que ahora se distinguen por ser un asfaltado camino con piedrecillas rosa flúor, un asfalto brillante, histriónico, autorreferente. Porque así nos han dicho que debemos ser los y las maricas para tener su éxito. Y podemos serlo, pero en la imposición, en la irreverencia compulsiva y en los contornos claros no hay subversión, y menos placer. Lo pastel, en cambio, apela a lo pastoso, lo suave, por tanto, a otras formas de existir y dar existencia, de ir y venir; de intervenir en este mundo.
Con una innegable destreza artística, literaria y visual, el libro elabora lo que ha sido una política consistente de diversos grupos de activistas de las disidencias sexuales: la crítica a las identidades fijas -una crítica profundamente colectiva; creativa, horizontal e intergeneracional-. Pienso, por ejemplo, en el Lab del Orgullo y su libro Propuesta para la experimentación colectiva con la identidad, en el que reivindican un arte sexo-disidente comprometido que: “lejos de ser un simple registro de actividades… busca motivarte a la acción artística”. Guerra y Bachmann demuestran ese compromiso con la acción artística mediante un pacto de lectura no jerárquico. Usualmente, la figura del genio creativo, tan cara a la crítica y el mercado, suele someter al lector a un consumo pasivo (menos pasivos en la lectura, más pasivos en la cama, debería ser siempre la consigna) y suele encubrir la procedencia de la diversidad de voces (realmente existentes, que fueron tramadas ficcionalmente en la escritura). Por lo mismo, me resultará valioso destacar, siguiendo los términos de la escritora Cristina Rivera Garza, la poética y estética de la desapropiación que este texto despliega.
La zona pastel (ed. Palabra, 2024) nos remite a lo que pareciera ser una sola vida, con una primera persona que prescinde tanto de nombre propio como de definiciones identitarias, por lo que se torna múltiple, comunitaria. Una voz narrativa atípica y utópica, que desea hacer de lo que fue “la esquina de los castigados” un “campo de juegos para rehabitar el presente”. Nos hacemos cómplices de voces infantiles que se escabullen entre vigilancias, que buscan en espacios y objetos altamente normativos “lugares donde jugar a esconderse”.
Los relatos tienen una factura narrativa en la que predomina el indicio por sobre la afirmación y los objetos por sobre el sujeto. El trabajo textual y visual logra componer, a modo de recuerdo (fragmentos, impresiones), experiencias en las que prevalece el deseo y la fijación por ciertos objetos. Al jugar, pero sobre todo al desear, nos dice La zona pastel, los niños dejan de ser un objeto de las prescripciones sociales que les han hecho perder mucho “defendiendo necias voluntades / ajenas”. El deseo indisciplinado activa una serie de reacciones de sujetos que les enrostran lo que ellos, los adultos, entienden como: “errores que contradecían la venenosa pureza con la que supuestamente cargábamos”.
Como escribe Eugenia Prado Bassi, en su novela Objetos del silencio (2007): «Sospechas de cuerpos adultos / miradas insidiosas apuntan / sobre los pequeños, sutiles, y menos / aterradores objetos”. El objeto aterrador, en La zona pastel, no será tan solo el niño que deja ominosamente de ser objeto puro, sino otros objetos cotidianos que participan cómplices, en las micro-rebeliones solitarias. Por ejemplo, un vhs con grabaciones de Sakura Card Captor que el narrador ve a escondidas de su madre, con ayuda contrabandista de su hermana, por las mañanas, con el volúmen en 1. En los términos de Sara Ahmed, por ejemplo, podremos interpretar estas micro rebeliones como colisiones de dos proyectos de felicidad, de dos orientaciones hacia objetos antagónicos: la familia, y su herencia, como objeto de los padres; y los objetos desviados (como los tacos de la tía, los polerones, la cocinilla); indicios de infelicidad para los padres.
De ahí se desprende una disyuntiva en la lectura: ¿estamos frente a una sucesión de doce relatos breves, independientes entre ellos? ¿O, en cambio, frente a lo que podría ser una eventual novela, un todo fragmentado de evocaciones, cuya columna es un difuminado narrador en primera persona que “espera cambiar su piel por plumas, perlas o escamas”? Quiero enfatizar este aspecto de estilo, en todos los planos predomina el indicio sobre la afirmación, la apertura por sobre la clausura.
Sin embargo, el volumen concluye (termina, cierra) con dos capítulos llamados: “Nota metodológica” y “Agradecimientos”, que sitúan al libro en el ámbito testimonial, y como una obra de investigación-acción. Este procedimiento de reconocer a los sujetos fuentes es característico de las escrituras desapropiadas y en este caso explica como “el registro de las conversaciones fue transcrito y posteriormente codificado”. Afortunadamente, aquella “codificación” queda también sugerida y no del todo explicitada.
Por ejemplo, esta voz co-autoral que se aproxima al testimonio es central. Podríamos asumir que los capítulos que abren y cierran el “Manifiesto” y “Epílogo” son aquellos en los que Guerra y Bachmann firman y afirman nítidamente la primera persona, pero tampoco es el caso. El gesto no deja de ser bello, sobre todo por la tendencia a autorreferencial y apropiacionista en los discursos de memoria. Así, la voz de los autores mismos se torna difusa incluso en estos dos capítulos mencionados, pues cuando sugieren un “nosotros” y un “yo”, respectivamente, dicen, más bien, soy legión.
El título del libro, tal como señalan los autores, funciona como una resignificación del escondite que deviene trinchera, de la potencialidad creativa que deviene práctica liberadora, del miedo que deviene utopía. El título apunta precisamente a eso, como nos instó la escritora Audre Lorde: “da nombre a lo que no tiene para poder pensarlo”. La zona pastel, en sus palabras, es una zona, y al mismo tiempo una búsqueda siempre creativa, provisional, de “una gama de tonalidades sutiles” donde se encuentran “las herramientas con las que construiremos nuestro mundo”. El protagonismo de la infancia podría leerse como un cuestionamiento a los discursos conservadores que despojan de palabra y autodeterminación a los niños. Establece el manifiesto: “Entendimos que podíamos tomar lo permitido para enredarlo y así, sin despertar sospechas, invertimos la orden para lograr escondernos a plena vista”.
La inversión de la orden, que interpela, y la inversión del orden, que vigila, serán entonces los ejes de estos microrrelatos que indagan en un cotidiano, protagonizados por infancias rebosantes de una curiosidad y un amor que es percibido como amenaza. Como sucede en “Cocinilla”, en las que se contrapone la profunda introspección del narrador, quien desea cocinar sopaipillas para su familia, con una parca madre que no vio, o no quiso ver, el deseo que nosotros leímos. O también en “Disfraz”, que parte con la siguiente premisa: “En la casa del hermano mayor de mi mamá no habían juguetes; pero tampoco las reglas de mis papás”. La casa del tío será una de las zonas donde el narrador podrá sentirse libre e imitar a las cantantes de la televisión, jugar, travestirse, finalmente, esconderse.
José Guerra y Bryan Bachmann logran elaborar una memoria colectiva a través de retazos de textos e imágenes. La visualidad, por supuesto, no se encuentra subordinada al texto sino es una parte integral de esta estética pastel, de la materialidad y la difuminación. Desde la cuidadosa factura del objeto libro, hasta un discurso de colores que escenifica la idea binaria de norma de género impugnada al inicio del libro:
“Los arrogantes vértices opuestos que forman la materia y dan orden al universo se sentían seguros, Más frágiles de lo que les gustaría, mantuvieron su férrea convicción por siglos, lavando de nuestras memorias cualquier otra alternativa”.
El par azul/rosa, visualmente, muestra las limitaciones de la norma, de aquellos “arrogantes vértices opuestos” cuya materialización más palpable y reduccionista son estos dos colores saturados genérico-sexualmente y cuya oposición no es cromática, sino cultural. En su materialidad, las páginas con imágenes de texturas y objetos permiten encubrir la letra, obstruir su lectura y explicitar la mediación sensible que los objetos y los afectos hacen del relato que leemos.
Quiero cerrar este breve texto, destacando la densidad formal y la textura de La zona pastel. Ahí reside su estética pastel y aquella desapropiación que caracteriza su trazo; y en ese sentido su contraculturalidad también. Aquí leo una elaboración artística bullente de comunidad, deseo, utopía. Son las formas artísticas, precisamente, las que permiten sostener que La zona pastel también es un libro teórico sobre la identidad, pues Guerra y Bachmann difuminan, también, los límites entre teoría y práctica artística. Así, tal como reivindica Bell Hooks, la teoría también puede llegar a ser un lugar de sanación y liberación como lo es esta zona pastel.
La zona pastel (ed. Palabra, 2024)
