El Abrazo de las Mariposas

De niño había palabras que no entendía del todo y entre ellas estaba “regalonear”. No sabía si era una acción, o un gesto, o tal vez un regalo concreto, ¿cómo saber que se está regaloneando? ¿Cuándo comienza y dónde termina?
Lo que sí sabía era que cada mañana a eso de las 06:30 horas, en el cuarto contiguo al mío, mi padre se levantaba. Me daba cuenta por el rechinar de la cama y por el sonido de la ropa al colocársela. En mi cabeza imaginaba cada uno de sus movimientos, hasta que escuchaba sus zapatos, sus pasos bajando la escalera y a los pocos minutos escuchaba el cierre de la puerta de la entrada de la casa.
En ese momento el sol comenzaba a levantarse, el canto de las aves lo confirmaba. Mi casa miraba hacia el oriente y mi ventana era la primera en recibir al sol. Era una vivienda social, mezcla de volcanita y ladrillo princesa, de casas pareadas entregadas como subsidios habitacionales en los últimos años de la dictadura; potreros que fueron convertidos en la nueva periferia de Maipú, éramos la ruralidad apareciendo en los extramuros de lo urbano.
De un salto me levantaba, raudo, abría la puerta de mi pieza que daba al cuarto de mis papás. Del otro lado estaba mi madre, aún acostada. Del lado izquierdo dormía Irene, mi madre y del otro lado mi padre, así que yo me ubicaba a la izquierda de mi madre, en el pequeño espacio que quedaba entre ella y el borde la cama. Ese intersticio era suficiente para mí, ahí encontraba un mundo, ahí encontraba abrigo. No sabía lo que era la palabra regaloneo, pero esos minutos abrazado por ella, antes de que se fuera a trabajar, eran lo más próximo a sentirme en un refugio.
Irene tenía la bella costumbre de tomarse el tiempo necesario para despedirse, me abrazaba y me daba un beso a veces en la frente o en la mejilla, en muchas ocasiones me quedó la huella de su labial como testimonio. La última vez que se despidió de mí fue hace exactamente 10 años. Salían los primeros rayos del sol, pero yo aún estaba dormido, no escuché las aves. Solo sentí su beso en mi frente y luego el sonido de sus pisadas. Podía imaginarla salir con su abrigo y zapatos de tacón que sonaban por todo el pasillo. A las pocas horas me dijeron que había muerto. Ahora entiendo que nunca sabremos cuándo será la última vez que nos despediremos de nuestros seres queridxs, amigxs, amores. Ahora intento despedirme de la gente que quiero con la intensidad de tal vez no volvernos a ver nunca más.
Mi madre murió un día martes 26 de mayo a las 12:15 horas, creo que uno no se olvida ni del día ni la hora en que mueren las personas que se aman. Hasta la fecha, repaso cada detalle de ese día. Me atrevería a afirmar que la muerte de quien más se ama es un dolor que nos acompaña toda la vida, al menos esa es mi certeza, una herida que de diferentes formas se manifesta y que lo que nos queda es cuidarla.
Esos primeros días tras la muerte no tienen cabida dentro del lenguaje o quizás el lenguaje se vuelve mínimo ante la inmensidad, son sensaciones a las que le fueron sustraídas todas las palabras: seco de amor, pecho vacío y agrietado, la carne lacerada, absorto de realidad, el sistema nervisioso desconcertado, la mirada contusa, son solo enunciaciones vagas al dolor que nunca termina de irse. Lo que sí puedo decir es que ese fue el momento en que mi corazón se abrió y sentí que todo el dolor del mundo se encontraba con el mío.

El único familiar directo con el que quedé es mi hermano, su nombre es Brayan. En ese entonces él acababa de cumplir 20 años y yo tenía 27. No dejaba de pensar en qué teníamos que aprender de todo esto: a veces no hay que aprender nada. Éramos dos jóvenes sin padres, con la orfandad adolescente-juvenil como compañera, teniendo que enfrentar la voracidad del sistema neoliberal. La única certeza que tenía era que íbamos a estar siempre juntxs, como esas historias de animé que veíamos desde chicxs, donde la catástrofe atómica e imperialista gringa que arrasó con Japón generó tantas heridas devenidas en historias, libros, películas, cómics, animés de orfandad y de hermanxs adolescentes sobrevivientes, como: “La Tumba de las Luciérnagas”, “Fullmetal Alchemist” o mi favorita “Tekkonkinkreet”. Todas ellas se volvieron nuestras historias, había algo de nosotrxs en ellas.
Al mes de su fallecimiento organizamos una comida con la gente más cercana que nos había apoyado. Era mediodía y aún faltaban varías horas para la cena. En ese momento sentí un ruido en la ventana., Ya no vivíamos en la casa donde pasé mi infancia y el primer año de vida de mi hermano, sino que en ese entonces vivíamos en un noveno piso de un departamento. El ruido era constante, así que me acerqué a la ventana a mirar: nunca antes y nunca después vi a una mariposa monarca intentando entrar al departamento.
Eran las 12:15 horas del 26 de junio del 2015, exactamente un mes después de la muerte de mi mamá, y la mariposa insistía en intentar entrar. Separadxs por un ventanal, me quedé atónito intentando entender su determinación. Corrí la ventana y su vuelo la condujo por entre las cortinas, buscando un lugar, un refugio tal vez, como ese lugar que buscaba de niño, como ese lugar que sigo buscando.
En ese momento recordé todas las veces que escuchábamos en el auto de mi mamá el disco “Mariposas” de Silvio Rodríguez, por cierto también escuchábamos Tracy Chapman, George Michael, Sade, pero sin duda diría que nuestra banda sonora era ese disco. Una propuesta musical hermosa, absolutamente existencialista, con una presencia y una emotividad de la guitarra realizada por Rey Guerra que es muy visceral. Las letras, por su parte, señalando la profundidad y el devenir de la existencia humana, señalando las pulsiones más remotas y certeras como: “qué tremendo es estar vivo”, “jamás sabré si soy dichoso, si maravilloso, o si terrible”, “la rabia imperio asesino de niños” y por cierto la canción “Mariposas”, que en su letra dice: “Y tú apareces en mi ventana, suave y pequeña, con alas blancas. Yo ni respiro para que duermas y no te vayas”. La letra se volvió una premonición y el disco una forma constante de invocación. Justo 5 días antes de morir, fuimos a ver a Silvio Rodríguez, fue nuestro primer y último concierto juntxs.
Ese último mes antes de que mi madre muriera pasaron cosas muy insólitas, que luego de su fallecimiento se tornaron “mensajes”, como el haber viajado al sur, a Pemuco específicamente, a ver a mi abuelo al cementerio. Tres días antes de morir y mi madre sin saber que iba a fallecer, frente a la tumba de su padre, me dijo: “Hijo, el día que me muera quiero que me entierren junto a mi padre”.Tal vez esa mariposa vino volando desde Pemuco, tal vez desde la memoria de todas las canciones que tarareamos juntxs.
Ya a la hora de la comida y con toda la gente cercana reunida, la mariposa nos acompañó en la cena, sobrevolaba entre nosotrxs, rodeandonos, posándose sobre las flores, volando entre las lámparas, sabiendo que había vuelto a su hogar. Sé que mi madre no quería dejarnos y que la mariposa viviendo con nosotrxs era un sublime gesto de amor, que por unos días nos devolvió a la cotidianeidad de volver a habitar lxs tres en la casa. Cada mañana me levantaba y ahí estaba la mariposa, volando, acompañándonos, atenuando el dolor, nuestro hogar se tiñó de lo real maravilloso. Hasta que a los pocos días la mariposa comenzó a decaer, su vuelo se hizo más débil y tuvimos que volver a hacer un nuevo rito de despedida, la coloqué en un macetero, junto a una de las plantas, para que continuara su ciclo. Cuando veo esa planta, sé que mi mamá está ahí.
En la búsqueda por seguir trabajando y cuidando mi herida me fui de Santiago y migré buscando nuevos caminos; actualmente vivo en México. Tal vez mi andar fue guiado por las mariposas. Acá hay una conexión y una tradición muy profunda con la muerte y las mariposas monarcas, dicen que son nuestrxs antepasados que nos vienen a visitar. Una vez al año ocurre un fenómeno de la naturaleza muy removedor: a pesar de los monocultivos y el calentamiento global, millones de mariposas vuelan alrededor de 4800 kilómetros desde Canadá hasta México. Su migración se parece a la mía; buscan un mejor clima para poder continuar con su ciclo de vida y de muerte. Pienso que el tratar de estar mejor nos hace movernos, aunque el duelo migre junto a nosotrxs.
Llegan a los bosques de Oyamel, ubicados entre Michoacán y el Estado de México. Estos bosques se caracterizan por ser templados, lo que les permite tener un lugar seguro para hibernar y poder reproducirse. Sin embargo toda migración tiene riesgos y dificultades, que en este caso está marcada por la voracidad del capital transnacional expresado en el narco que por medio de la tala indiscriminada de árboles y el control de comunidades, abre nuevos mercados del horror, no sólo con la venta de la madera sino también con la ocupación terrenos para la inversión en monocultuivos. Uno de los casos de asesinatos a defensores territoriales que más ha trascendido fue el de Homero Gómez González, que al igual que muchas personas de Michoacán fue un defensor de su comunidad, de su territorio y de las mariposas monarcas. Pienso que ahora Homero vuela por esos bosques junto con miles de defensores territoriales que han sido asesinados por defender la vida.
Este año fui hasta “El Rosario”, territorio del que era parte Homero y que es uno de los bosques donde migran las mariposas. Fui movido por el duelo, por el cierre de procesos y también por la conmovedora belleza de ver miles de mariposas volando simultáneamente. Ahí estaba nuevamente, ante lo real maravilloso excediendo a la vida humana, sobrevolando, conmocionando, llenando el aire de tonos anaranjados, eran miles aleteando hasta donde se pierde la mirada, mi cuerpo se volvió una caja de resonancia de su vuelo. Volví a sentirme en un animé pero ahora era estar en “La Princesa Mononoke”, donde la naturaleza insiste en existir a pesar de lo llamado “humano”.
En un momento, mientras estaba sentado contemplando ese impresionante cuadro destellante, una de las mariposas voló hasta mi mano y se quedó ahí. Después de 10 años de la muerte de mi madre, no pude evitar pensar que era ella quien venía a aquietar mi pena, a decirme “nanai mi negrito, nanai mi chinito”. Pensé en nuestras canciones, en esas conversaciones que se volvieron “mensajes”, en la promesa de sobrevivir juntxs, en todo lo que crecí, luché y aprendí junto a mi madre. Durante ese momento en que la mariposa se quedó conmigo se espacializó el tiempo y pudimos reencontrarnos, volví a sentirme como esas mañanas en corría a buscar contención en el intersticio que se producía entre el borde del lado izquierdo de la cama y el abrazo de mi madre, volví a regalonear con ella.

