La palabra como trinchera. Apuntes para una clase de literatura

La escritora y tallerista feminista Pía Barros compartió su experiencia con estudiantes de un curso de narrativa de la Universidad de Santiago, donde regresó para ofrecer una clase magistral que fusionó literatura, historia y feminismo. Sus palabras destacaron el valor del cuento como forma literaria precisa y poderosa, y subrayaron la relevancia de los talleres literarios como espacios comunitarios de aprendizaje.
El Ágora de la Biblioteca Central de la Universidad de Santiago se transformó en una sala de clases poco convencional. Allí, la voz característica de Pía Barros sonó poderosa y a la vez relajada. Es escritora, tallerista, feminista. Pudo ser Licenciada en Castellano, pero la dictadura cívico militar le impidió titularse en esta universidad; sin embargo, esa mañana de abril llenó la sala de estudiantes de un curso de narrativa que leyeron con entusiasmo sus libros y que concurrieron para conocer su trabajo en mayor profundidad. Si citar mujeres en el repertorio bibliográfico de los programas de estudio sigue siendo un desafío, la posibilidad de un diálogo horizontal es un sueño: ¿cuántas veces en nuestro proceso formativo tuvimos la oportunidad de interactuar con autoras vivas? El grupo se sabe afortunado.
“La literatura implica tomar partido”. Barros recordó que en ese entonces había que tener cuidado con lo que se escribía, pues entre los asistentes a los talleres que se desarrollaron en contexto de dictadura no se encontraban solo quienes sentían un interés genuino por las letras. Toda agrupación, por pequeña que fuera, era vigilada con descaro y estos encuentros no eran la excepción. Los infiltrados de la policía de Pinochet estaban atentos al contenido de cualquier mensaje que invitara a la revolución. En este sentido, destacó el rol de quienes se posicionaron en el lado menos aventajado de esta historia: los profesores y profesoras que apelaron por los estudiantes expulsados, arriesgando el trabajo y la vida; las bibliotecarias que protegieron los libros de las quemas y facilitaron que los ejemplares circularan con discreción, evadiendo los severos mecanismos de censura al que estaba sometida la industria cultural. La escritora nos conectó con el dolor que todavía se siente mientras se recorren los pasillos de la UTE: más de 90 víctimas entre estudiantes, funcionarios y académicos, que fueron detenidos desaparecidos o ejecutados políticos.
Ya que escribir es posicionarse, elegir el cuento como forma textual también lo es para ella. Considerado como un género menor, enfatizó en la necesidad de la precisión en el uso del lenguaje debido a su extensión, una forma en que nada debe sobrar. Es como si existiera una economía de las palabras, que deberían lograr mucho en muy poco espacio. Para cumplir con este desafío, señaló la existencia de un tempo que, según la autora, parece prestado de las cocinas y las frases que flotaban junto a esos vapores: “Las mejores historias que yo escuché, son aquellas que estaban prohibidas para señoritas y eran las historias que contaban las mujeres en las cocinas cuando, en teoría, no había nadie oyendo”. Evidenció que esta escritura desde siempre tuvo un estrecho vínculo con ser mujer: los cuentos que oíamos desde niñas, los cuentos que nos contaban y que nos contamos para sobrevivir. También los cuentos que nos contaron para silenciarnos.
A estas alturas, la audiencia que vino a aprender sobre narrativa se fue despojando de importantes mitos. El primero de ellos es que el aprendizaje de la literatura no está limitado al conocimiento que habita solo en la academia y tampoco es, como se piensa, una actividad solitaria, sino que posee una profunda naturaleza comunitaria: florece en los talleres y en el colectivo. Otra falsa creencia incluye serios cuestionamientos en relación a los soportes en los que se imprimen los textos. En este caso, las cajitas de fósforos, los individuales, el cartón y la papelería menos glamorosa son soportes válidos que resisten a la lógica capitalista que permea el mercado editorial. En oposición a la producción en cadena, surgió la idea de que cada uno de nosotres puede fabricar un dispositivo único de lectura, del mismo modo en que las consignas estampadas en las paredes pueden construir un universo mucho más complejo que aquel que se expone en las novelas.
A propósito de las materias primas, incorporamos la idea de que la rabia es también un material fundamental. Es parte de nuestra herencia cultural, una respuesta visceral que emerge por el “deber ser” del que vivimos rodeadas mujeres y disidencias. En un mundo escrito por y para los hombres, dejamos de ser extranjeras en el lenguaje que habitamos cuando aprendemos a manipular nuevos códigos y a hacer uso de sus facultades infinitas. En una época en que los cuerpos perfectos parecen construir una arquitectura uniforme a través del cine, la publicidad y las redes sociales, Pía Barros ha escrito desde la diversidad de cuerpos, de clases sociales y de las distintas formas en que se vivencia nuestro deseo. Cuerpos migrantes, latinoamericanos, morenos, fragmentados, no hegemónicos, en conclusión, una metáfora del continente que habitamos.
Para finalizar, existe una pregunta fundamental en la estética que siempre aparece en los conversatorios. Esta cuestiona el rol de la literatura en la sociedad actual: ¿Para qué sirve? Tal vez es difícil dar con una respuesta certera. Algo que sí podemos responder es cuánto se puede aprender en una clase de literatura, aunque medirlo con exactitud sea técnicamente imposible. Una unidad de medida podría ser la cantidad de aplausos emitidos por el grupo de futuros profesores y profesoras de castellano que ocuparon el auditorio hasta el final, indicador que marcó el cumplimiento exitoso de una premisa fundamental en el cuento y en la pedagogía: lograr mucho en un espacio temporal definido y con recursos muy limitados.