Incomodidades de la mirada y potencias de la opacidad: reseña de Política del anonimato, de Rudy Pradenas

Hay textos que son de análisis de cine que se entrampan en el estilo, la propuesta estética, o las críticas cinematográficas desde, el mejor de los casos, una crítica a la imagen devenida espectáculo dentro del cine como industria cultural. Bueno, Política del Anonimato en el Cine de América Latina, de Rudy Pradenas, no es el caso, sino todo lo contrario. Es un texto que va más allá, porque explora una dimensión identitaria en la que el cine se ha visto envuelto, en donde se construyen “ontologías identitarias” que, a su vez, se reflejan en una sociedad que cada vez intenta responder más a estos modelos, quedando atrapada en esas politizaciones.
Rudy hace un ejercicio subversivo, al señalar que la potencia política del anonimato es una forma de resistencia y des-identificación en contextos de vigilancia, espectacularización y control identitario. Lejos de entender el anonimato como pérdida o falta, se propone pensarlo como una condición estratégica que desactiva las lógicas de la representación y el reconocimiento, en tanto mecanismos de captura de subjetividades. El libro propone al anonimato no como un déficit —no saber quién habla, no poder nombrar—, sino como una categoría crítica que desestabiliza las formas tradicionales de reconocimiento político y representación estética. Un quiebre de la lógica representacional que deviene en uniformidad. Lo anónimo no remite al vacío, sino a otra forma de existencia: una que se sitúa fuera de los circuitos hegemónicos de visibilidad, autoridad y autoría. Una que no puede ser catalogada, ni nombrada, y que logra escabullirse de todo régimen identitario. Plantea que esto se da en ciertas épocas de cine determinadas, posteriores al cine militante latinoamericano de los años 60.
De partida, me gustaría mencionar uno de los puntos que más rescato de este texto, que es el giro que se da desde el “autor” hacia el colectivo, lo difuso, lo sin firma. Dejar de pensar la producción cinematográfica desde la figura del autor (como sujeto individual, con firma, trayectoria, estilo propio) para enfocarse en formas de producción que son colectivas, anónimas, sin centro de enunciación claro. No hay una sola mirada, hay múltiples sentidos que convergen. Este “giro” implica varias cosas. De partida, una fuerte crítica al autor como figura de poder o de legitimidad. Y es que, tradicionalmente, en el análisis fílmico se ha privilegiado la figura del autor (el director/a) como responsable del sentido de la obra. En el mejor de los casos, se visibiliza a la dirección de arte o la postproducción, pero aún bajo estas categorizaciones verticales que reproducen la noción de que un film es un resultado de unos pocos, y no un proceso que progresa desde la colectividad. El libro propone alejarse de eso, porque ese enfoque silencia otras voces que intervienen en la producción -y más aún, en las formas de circulación, apropiación o lectura de esas imágenes-. Esto lleva a considerar que el cine está hecho desde lo común, lo múltiple, lo colectivo.
Aparecen experiencias de cine comunitario, militante, experimental o documental donde no hay una sola voz que se impone, sino procesos en los que el sentido se construye colectivamente, o donde la autoría queda diluida en una práctica común. Incluso, podríamos llevar esto más allá, y pensar si en realidad esa colectividad que produce el cine desde la política del anonimato se reduce a quienes están en el set de grabación, o se refiere también a la configuración social en conjunto.
Todo esto vuelve sobre la idea de lo que considero, es la tesis fuerte del texto; el anonimato como táctica estética. En algunos casos, el hecho de no firmar una obra (o hacerlo bajo seudónimos, colectivos, o sin énfasis autoral) es una forma de resistencia política: evitar la identificación, escapar del circuito de legitimación artística, o protegerse en contextos represivos. Entonces, cuando digo “el giro del autor hacia lo colectivo, lo difuso, lo sin firma”, me refiero a ese desplazamiento teórico y político: dejar de poner el foco en el “quién” y atender al “cómo” y al “desde dónde” se hacen y circulan las imágenes.
Aquí, el anonimato se utiliza como política de interrupción del régimen escópico dominante. ¿A qué me refiero con esto? El régimen escópico dominante es una forma de nombrar el modo en que se organiza lo visible en una sociedad, desde la perspectiva ocularcentrista. Cada época, cada cultura, tiene formas dominantes de mirar, de hacer visible, de legitimar lo que debe ser visto. En nuestras sociedades contemporáneas, ese régimen escópico está fuertemente marcado por la visibilidad individualizada (ser alguien, tener rostro, nombre, identidad), la exposición constante (medios, redes sociales, vigilancia), y la captura visual como forma de control (cámaras, archivos, retratos, etc.).
El anonimato interrumpe esa lógica. Al optar por lo anónimo —por lo que no se puede identificar, clasificar, reconocer de inmediato—, se produce una interrupción en ese régimen visual. Es decir, se desafía la obligación de mostrar el rostro o de decir el nombre, se cuestiona que la visibilidad sea necesariamente emancipadora y se desarma la relación entre visibilidad y verdad, o visibilidad y poder.
No es solo una estética o una falta de información, sino una decisión activa: no ser reconocible, no ser clasificable, no ser “legible” por los dispositivos del poder. Es, por tanto, una forma de resistencia a cómo el poder construye lo visible. Es política, es una manera de interrumpir las formas de poder que se ejercen a través de la mirada.
Otra de las tesis que me parece relevante es la de las estéticas de la desaparición y potencias de lo inasible. Una de las dimensiones más complejas del libro es cómo articula el anonimato con la desaparición: no como sinónimo, sino como borde compartido. El cine latinoamericano carga con una historia marcada por los cuerpos que faltan, las imágenes que no llegan a formarse, los nombres que no pueden pronunciarse. Pero este libro se detiene en lo que aparece desde ahí, en esa zona de lo inasible.
Las políticas del anonimato, desde la estética, trabajan con los restos de lo visible: sombras, voces, siluetas. Hay presencias que no se identifican: cuerpos sin nombre, personajes sin centro. Y, sobre todo, en un contexto en donde el ocularcentrismo se ha vuelto pornográfico, el anonimato se presenta como forma de resistencia al trauma visualizado. Y es que en muchas representaciones —sobre todo en documentales, noticieros, cine militante o incluso cine testimonial—, el trauma se hace visible: vemos cuerpos heridos, rostros llorando, relatos de horror. Estas imágenes tienen una potencia enorme, pero también corren el riesgo de volverse consumo, de reducir la experiencia del dolor a un espectáculo.
Pero, sin duda, hay un problema en mostrarlo/exponerlo todo: La sobreexposición del dolor puede generar insensibilización (vemos tanto dolor que ya no duele, o que la reacción está adormecida), producir retraumatización (para quienes lo vivieron), y convertir a los sujetos en objetos de compasión o de estudio, sin que puedan hablar desde sí.
Frente a eso, algunas prácticas que analiza el libro —como el cine indígena, el cine feminista o ciertas prácticas colectivas— eligen no mostrar rostros, no contar historias individuales, no visibilizar el trauma de forma directa. ¿Por qué? Porque a veces proteger el anonimato es proteger la dignidad, evitar que el sufrimiento se vuelva mercancía visual o testimonio espectacular. En ese sentido, el anonimato no es únicamente una estética: es una política de cuidado, de respeto al dolor, y una crítica a cómo el trauma es visualizado, capturado, distribuido. Así que cuando digo que el anonimato es una forma de resistencia al trauma visualizado, estoy nombrando ese gesto ético y político de retraerse, de no mostrarse, de no exponerse totalmente, para resistir los modos en que el poder, el mercado o incluso ciertas formas de solidaridad terminan apropiándose del dolor ajeno.
Ahí donde las imágenes están todo el tiempo produciéndose, disparándose, y agenciándose desde las ontologizaciones identitarias, hay desapego, des-identificacion y subordinación de la mirada. En cambio, desde un cine que apuesta por el anonimato, se da la insubordinación del aparecer sin identificarse.
En el terreno específico del cine, el anonimato abre una vía para pensar formas de aparecer que no se someten a la lógica del personaje, del autor o de la representación reconocible. En lugar de sostener una política de la identidad, el libro busca cartografiar una política de lo común, donde lo que importa no es quién aparece, sino cómo aparece y desde qué opacidad. El libro cuestiona esas formas de contar o analizar el cine que ponen en el centro la figura del autor, como si todo el sentido de una obra viniera de su biografía, su intención o su firma. El cine permite una apertura tan abismal, incontrolada, especulativa e imaginal como lo es un espacio para una política sin rostro.
Finalmente, a mi parecer, el aspecto revolucionario de esta apuesta de lectura de prácticas cinematográficas situadas, es que el anonimato aparece como disidencia y fuga. Más que una simple retirada de lo visible, el anonimato se presenta en el libro como una forma de disidencia activa. En contextos marcados por la vigilancia, el marketing del yo y la compulsión a la transparencia, lo anónimo no es pasividad sino fuga estratégica. Hay ahí una apuesta por modos de subjetividad que rehúyen la captura, sin dejar de actuar.
Lo anónimo se presenta como rechazo a la biopolítica de la transparencia. La “biopolítica de la transparencia” es el régimen que nos exige mostrarnos para existir (y controlar), y lo anónimo es una forma de decir: no me muestro como tú esperas, no me capturas, no me nombras. Ahí donde ese no me nombras, se da la fuga, ese intersticio en donde la posibilidad se vuelve irrepresentable en tanto corte inmóvil. Puras imágenes que pasan de lo virtual a lo actual en un movimiento simultáneo que no responde a dispositivos identitarios, sino a narrativas intempestivas.
Parte de esta disidencia es que el anonimato es, a la vez, política de la multiplicidad. No hay un solo sujeto, ni una sola voz. Al elegir el anonimato, una obra (o un colectivo) se aleja de la lógica del “yo” individual, del testimonio único, del relato cerrado, y abre la posibilidad a una voz múltiple, coral, inestable. Es decir, lo que se dice ya no pertenece a un individuo identificable, lo que se muestra puede tener mil rostros o ninguno, y el sentido se construye entre muchos, o incluso se dispersa. Lo anónimo permite que hablen los muchos. Al no firmar, no atribuirse, no delimitar, se permite que otros se reconozcan, que se apropien, que continúen, como pasa con los manifiestos colectivos, el cine militante sin créditos personales, y las prácticas artísticas donde lo importante no es quién, sino qué y cómo.
¿Por qué quiero hablar y reseñar este texto? porque en todo lo planteado por Rudy aparece una política de la multiplicidad. No es solo estética o método, sino una apuesta política: romper con la lógica del “uno” (un autor, un héroe, una víctima, un mártir) y abrirse a lo común, lo compartido, lo no centralizado. En vez de representar una identidad, se encarna una posibilidad de muchas.
En resumen, recomiendo no sólo la lectura de este texto, por las tesis que he logrado esclarecer de manera más detallada, sino porque tiene líneas de lectura que permiten resignificar el quehacer cinematográfico, a la vez que cuestionar distintos regímenes perceptuales que, inconscientemente, reproducimos y que abren el espacio a verticalidades e in-visibilidades que, desde la apuesta de Rudy, pueden escapar de dicha censura.
