El esplendor oculto: Decir sí al sueño escondido entre los sueños

mayo 20, 2025
-

El 22 de noviembre de 2024, Begoña Ugalde y Camila Blavi presentaron el primer libro de la poeta Drago Yurac, El esplendor oculto (Pez Espiral, 2024), en un ritual poético rodeado de hierbas y flores que trajo a la vida este artefacto que incluye colaboraciones en forma de arcanos ilustradas por Javiera Gómez, Isidora Riveros y Andro Yurac. Hoy revivimos el texto con el que Begoña caracterizó el libro, el poder de la poesía y el sagrado vínculo entre poetas.

Tuve la suerte de conocer a Drago Yurac hace poco más de un año, pero pareciera que nos conocemos de otras vidas. Fue un placer leer su libro tan esperado y sentir su voz suave murmurando, una voz que se abre con sinceridad desde la primera página, que desde el comienzo se nos ofrece como un oráculo que emerge en el acto de explorar los mecanismos del lenguaje, despertando la curiosidad por las posibilidades que se abren desde él cuando tomamos conciencia de la potencia mágica y transformadora de aquello que entendemos como lo real. 

Así, desde el comienzo, se nos interpela, se nos llama a recibir los poemas del  “esplendor oculto” como una guía, un conjuro hecho de piedras, agua marina, retazos de diferentes abismos, de luz solar, lunar, de visiones selváticas y callejeras, para sostenernos en un devenir que parece ser cada vez más incierto y confuso. Como un regalo, un tesoro, que se abre sólo si existe la disposición a sumergirse en un universo particular, que desea  colectivizarse. 

Ahora bien, para ingresar a este universo, lo primero a lo que nos invita el poemario es a desaprender los nombres de las cosas y la necesidad de comprender las cosas a partir de  sus nombres dados, porque “la lengua no es la lengua ni el camino, el nombre no es el  nombre, ni tu madre es tu madre, ni tus sueños sus sueños”. Aunque en algún momento, tal vez en una fase uterina, lo fuera. Y haya sido este, el sonido de su corazón, nuestro primer idioma. 

La negación de la lengua, tal como la hemos aprendido, parece ser entonces la primera etapa de este camino iniciático, que se señala como un juego en serio, porque multiplica las posibilidades sensitivas y nos invita al contacto entre todes, en todos nuestros niveles: psíquicos, espirituales y físicos. Un pacto que al parecer nadie desea a estas alturas hacer, por su peligrosidad, porque ello implica asumir una vulnerabilidad que nos contacta con “lo más débil, con la cola del furioso animal”. 

De esta manera, la voz de la hablante se torna canal de otras voces, se amiga del  dolor hasta hacerlo suelo, cimiento, un espacio donde pararse y enunciar, reconociendo así el dolor del territorio, las características de su “raíz que enmudece la lengua”. 

El primer consejo que nos entrega la hablante entonces es “descansar en la manada”. Sentirse parte de otras, para emprender juntas el viaje que implica leer a una amiga, real o imaginaria, y que empieza al decidir enunciar aquello que no siempre tiene espacio para ser dicho, aquellas noches y días que no encajan en el relato del héroe. Ese narrar cotidiano que, como nos señala Ursula K. Le Guin en La teoría de la bolsa como origen de la ficción, parece no ser del todo emocionante porque su clímax no radica en glorificar la violencia: es aquel transcurrir diario, en el cual no corre sangre producto de peleas de las que no queremos participar, ya que no hay depredadores ni presas, ya que las primeras herramientas que disponemos como especie son contenedores y no flechas ni puntas de lanza. 

Digo esto ya que percibo que en este hermoso libro las palabras cumplen esa función: contenernos, acunarnos, hacernos parte de algo más grande, en vez de escindir la realidad delimitándola a través de conceptos que nos aprisionan. El poemario nos conecta así con una memoria antigua, con la sinfonía del fósil, con el lenguaje de las piedras, que se irá desplegando y cobrando múltiples significados. La hablante sabe que el hueso es lo primero que constituye su voz iniciática. Solo desde ese reconocimiento se puede intentar dejar atrás la infancia, que en realidad las poetas nunca abandonan, aunque se pierda la inocencia, “tan insistentes, tan destructivas, mostrando el desalojo”. 

Ahora bien, el acceso a esa sacralidad duele. Quema esa transformación, siempre. Pero la poesía es una mano que se ofrece para traspasar ese umbral, que nos sostiene para poder seguir hablando desde el interior del remolino y, así, acceder al “esplendor  oculto”, es decir, a la fuente de la luz o su promesa. 

Es una poética que se instala desde una desconfiguración del tiempo entendido como línea, porque el futuro se lee mirando hacia atrás, no hacia delante, tal como nos enseña la  cosmovisión andina, que en el poemario se yergue junto a las montañas, sus quebradas, sus abismos. Y, así como el poemario nos invita a develar esos vaticinios, también nos conmina a pararnos en el borde de esos precipicios para ver, aunque sea de reojo, esos mundos que  existen bajo lo conocido o lo que aparece a simple vista.  

Escribir los sueños es otra manera de mantenerse conectadas con esta otra dimensión que asoma bajo los párpados, de generar una correspondencia secreta donde se codifiquen esas imágenes que vienen de lo profundo de nuestra psiquis. Y aquí puedo reconocer a mi amiga –que ha realizado talleres de sueños– en su experticia como exploradora de lo onírico, porque su poemario está constituido como una colección íntima de cantos, donde se confiesan raptos y roturas: la muerte en vida, la recuperación lenta de la voz propia y del  propio ser para explorar y esbozar los reversos del enigma que significa la existencia, para  vivir gozosamente fuera de la norma, de las leyes de la física, de las certezas impuestas a la  fuerza. Para configurar así una isla propia donde encontrar eco y nuevas estrategias para resistir la violencia del mundo patriarcal, del mundo herido donde no es posible “retirarse sin lagrimar cuesta arriba”. 

Sin embargo, al mismo tiempo, el poemario nos alienta a creer que sí se puede configurar una poesía que permite suturar la herida, aliviar la picadura, acariciar la cicatriz.  Y retirar los escombros, con el mismo ímpetu con que se escribe, para generar un refugio de  ternura, donde se pueda sin obstáculos entrar en trance, conjurar mundos y fuegos nuevos,  escribir pequeños tratados salvajes, “esbozar una realidad que no duela tanto”. 

Es que cada poema que compone “El esplendor oculto” funciona como un bálsamo.  En lo personal, al leer el poema 26 –día de mi cumpleaños–, me sentí absolutamente reflejada. Y fue maravilloso encontrarme ahí y sentir que la poeta conoce perfectamente mis heridas, mis traumas, mis desvaríos. Que gracias a nuestras largas y honestas conversaciones ha sido capaz de descifrar mi biografía más allá de los hechos que le he relatado. Y, por eso, en sus versos encuentro un retrato donde me percibo hermosa, cosa que me hace comprender que la amistad entre poetas consiste en la observación profunda de nuestros gestos y paisajes interiores. Al intercambiar impresiones, imágenes, versos, se produce una lectura más allá del iris o la palma de tu mano, más allá de las palabras, o el discurso que se articule a través de estas, porque las palabras son finalmente el pretexto para cantar juntas, en el soporte de la página, de la caja que es caja de resonancia, o en el transcurrir mismo de la noche o el día, en mi cocina donde tomamos té a la luz de una vela, o caminando por alguna calle, sin importarnos hacia dónde vamos porque vamos juntas.

Y es desde esta complicidad, desde esta intimidad a veces brillante, a veces terrible,  que el poemario no suelta su fibra. Y hace aparecer el abismo, sus múltiples caras, una y otra vez. Porque asomarse a su borde es una manera de encontrar la “palabra escondida”, que también buscaba Stella Díaz Varín, y todas las otras poetas adoradas de nuestro panteón.  Artistas de lo etéreo, que han resistido en su labor imposible de tejer telas de arañas resistentes como ruinas. O de intentar a través de versos incisivos recuperar las tierras usurpadas y con ellas la historia de nuestras ancestras que se ha intentado borrar, pero que se ha recuperado “en el intento de torcer la tierra, de abandonar el dolor y su lujo”. 

Es la palabra que aparece, insistente, para redimirnos, para salvarnos de la confesión. 

En esta reconstitución de un linaje extraviado, me aventuro a decir que aparecen otros maestros: Vicente Huidobro y su viaje astral, su caída infinita que subvierte las leyes del  universo. Así, se hacen presentes sus “meteoritos invisibles”. También, por supuesto, se  cuela y homenajea la voz vaticinadora, subversiva y admirada de Pedro Montealegre. Su  cartografía de tarot, que urge reconstituir y divulgar, para ampliar nuestros lugares de amparo, donde podamos seguir escribiendo nuestros diarios de vida y muerte. De esa manera, domesticar el vacío, desdramatizarlo “quitándole al vacío toda su ausencia”. Renegar de la lengua heredada para conectarse con otras tradiciones, como la China que se invoca directamente desde el prólogo que ancla de inmediato al poemario en el Tao, invitándonos a abrirnos también a la cosmovisión oriental, que incluye la madera y el vacío dentro de sus elementos constitutivos, y que pone los ciclos lunares como ejes temporales, funcionando como oráculos en movimiento, a disposición de todas.  

Pero esta apertura a otros imaginarios y códigos culturales no se hace desde una  ingenuidad o candidez idealizadora, sino como la posibilidad de otras perspectivas que nos  permitan asimilar los confusos y absurdos designios de nuestros tiempos. Así, la práctica  espiritual toma también una dimensión lúdica, donde el sarcasmo y la ironía emergen como  respuestas válidas ante un sistema rígido y violento que pretende convencernos de vivir bajo  sus tontas e injustas leyes. Es una distancia liberadora que se genera desde la conciencia de vivir  un tiempo roto, escindido, que ha intentado callar las vidas de casi todas nuestras brujas madres, nuestras maestras poetas, escasamente publicadas o de frentón inéditas,  encarceladas, acusadas, perseguidas. Sin embargo, ellas de todos modos nos han heredado un silencio cargado de sentido, una memoria sutil pero poderosa de otras vidas, “una letra  rota”, quemada, que se expande y comparte a través de libros como este.

En estas invocaciones emerge también el mar, el océano como nuestra primera casa, nuestro lugar de origen, el abrazo salado, el primer beso acaso, el idioma común, que no necesita traducción. Porque todas entendemos que la espuma se expande y se recoge igual que nuestras emociones cotidianas, que cada luna lleva la marea que confronta a la roca y murmulla secretos de otras costas, que la mar siempre canta, “a cualquier hora del día, como la sangre”. Entonces vamos felizmente a la deriva, náufragas de tanto viajar sin un peso. Aferrándonos a libros como este, que nos ofrece consuelo a quienes hemos renunciado a las falsas certezas del camino trazado por otros, al amor romántico, su peligrosa simbiosis. Reivindicando la vida curiosa, poco estratégica o de estrategias otras, escépticas de la dicha, “de la pareja como disolvente y solución”, dibujándose el poema como mapa interno ante el desvarío. Un lugar –aunque efímero, simbólico– donde podemos de todas formas ubicarnos, donde caben todos los fracasos, incluida la historia matemática de los rechazos. Un remanso donde parar y sentir, como dice el filósofo coreano Byung-Chul Han: el aroma del tiempo, practicando “el arte de la detención”. 

Así, la hablante nos recuerda una y otra vez la importancia de constatar los ciclos  naturales, de nombrar el fin de las cosas, que siempre son un nuevo comienzo. Desenredar  juntas los nudos desde la proximidad. Valorar y celebrar el contacto, el calor que ofrece el  cuerpo amigo. Permitirnos una vida en trance. Reconocer nuestras sombras y habitarlas en paz. Disfrutar el extravío y hacerlo ley o contraley. Modificar definitivamente los conjuros coloniales, sus imaginarios que rinden culto al dolor, al mareo,  y recuperar la claridad de la visión cósmica. 

Para ello, la poeta sabe que es preciso reconocer el cansancio que se desprende de las lógicas esclavistas y extractivistas. Porque, aunque podamos reconocerlas dentro y fuera de nuestros espacios íntimos, el imaginario romántico occidental, barroco incluso, está instalado en nuestros corazones y sentires, como flechas de cupido manchadas de sangre. Entonces, “la mayor declaración de amor es una lengua errática, destemplada”. Porque, finalmente,  el poemario nos recuerda que, más allá del daño o el dolor, la palabra nos ampara, una y otra vez, ya que viene de adentro, nace del calor del cuerpo, de esa tibieza que persiste en todo ser que aún late y respira en este plano terrenal. 

En definitiva, Drago nos ofrece, en este primer libro, a partir de su fe infinita por el  lenguajear poético, “una palabra que ahuyente el frío milenario”. Y es que en la conservación de ese soplo reside el misterio que nos hermana. Un soplo que poseemos y nos posee. Así, “la lucha por la lengua” es acaso el intento de recuperar los códigos propios, orgánicos, de estos territorios, a pesar de la costumbre de ser y estar disociadas en ese mismo lenguaje, escondidas bajo una luz violenta: “la luz carnívora se ha convertido en paisaje”. 

Aunque se sabe de antemano el fracaso de esa recuperación, porque hemos ya  destruido la rítmica de los ciclos naturales, los hemos alterado, y con ello sus cantos, sus  ruidos originales de los que se desprende la primera poesía. Tenemos como recurso libros como este, que nos nutre con sugerencias que podrían devolvernos un sentido poético.  Conjuros efectivos, y por qué no decirlo, sanadores: 

Volver “descalzas a la tierra” 

Renunciar a la idea del paraíso 

Asumirnos hijas en retorno a ningún lugar 

Decir sí al sueño escondido entre los sueños

RELACIONADOS