Antuco: A veinte años del asesinato de 44 conscriptos por el masculino Ejército de la Transición

En esta crónica en primera persona que también lleva por título “Perdí mi juventud en los cuarteles”, Miguel Morales repasa no sólo la cadena de sucesos que hace dos décadas terminaron con la vida de 44 conscriptos de apenas 18 años, sino también el peso que tuvo el servicio militar obligatorio para su generación. Las imágenes pertenecen al «Álbum Fotográfico» de tragediadeantuco.cl.

“En el pubis mío la comezón del acero y en el centro pubial y nupcial el odio contra la patria:
CHILE-NO, grité el levantamiento
Y le largué una última mirada de deseo a mi madre la vasta bastarda.
(…) Una poblada de madres insurrectas se adentra en mi cuenca formadas en oval trecho observando para fuera el revolcón.
(…)
Sangro”
Diamela Eltit, Por la patria.

En las clases de Consejo de Curso-Orientación de esas semanas, el profesor de Contabilidad insistía en los beneficios de culminar nuestra carrera técnica. Solo faltaba un año y medio para completar la enseñanza media. Si terminábamos, podríamos recibir un sueldo tras nuestra práctica laboral. “Pero lo mejor de todo”, nos dijo, “ustedes –los hombres– podrán sacarse el Servicio Militar, con el argumento de que trabajan y sostienen económicamente sus hogares”. “Aguanten un año, cabros, no sean weones”, nos instaba, sin ocultar su desazón por los dos compañeros que no regresaron a clases tras el fin de las vacaciones de verano: desde febrero estaban presos en Tiempo Joven, la cárcel del Servicio Nacional de Menores (Sename) ubicada a la altura de San Francisco de Mostazal, setenta kilómetros al sur de Santiago.
Quitarme de encima el Servicio me motivaba a obtener buenas notas en el Liceo Técnico Comercial. Desde niño supe que no quería ser pelado. A diferencia de mis abuelos pinochetistas, mis padres y mis tíos aborrecían a los milicos que les arrebataron su juventud. Algunos compañeros decían que no me gustaba la idea de hacer el Servicio porque eso era para los hombres de verdad, que resistieran los ejercicios militares, las peleas entre compañeros, los abusos de los oficiales mayores que se ensañaban contigo si te agarraban mala. “Así como en Nacido para matar [Full Metal Jacket]”, contaba un primo que cumplió su Servicio en Arica, sin olvidar al compañero que le amputaron dos de sus extremidades cuando, en un simulacro, una granada estalló en su mano.
Al año siguiente debía presentarme en el Cantón de Reclutamiento. El Ejército había anunciado el inicio de un sistema mixto para conseguir conscriptos: primero, un llamado para inscripción voluntaria; luego, un sorteo para completar las plazas no cubiertas. Algo en mí intuía que saldría sorteado (como finalmente ocurrió), por lo que de todos modos me hacía a la idea de pasar un año y medio de mi vida bajo las órdenes de un milico. Un grupo de amigos insistían en que no era tan mala idea, que incluso si me gustaba podía hacer carrera en el Ejército. Decían conocer a alguien que a los pocos años ya tenía casa, auto y “la media mina, loco. Siempre andan a la siga de los milicos en esos pueblos perdíos reculiaos”. Otros se rebelaban porque sus mamás los querían mandar obligados al Servicio para corregirlos por fumar marihuana o incluso pasta base.
La resignación por la inminencia del Servicio se esfumó el miércoles 18 de mayo de ese 2005, cuando encendí la tele en la noche. Las noticias informaban que se había perdido el rastro de un pelotón de niños que cumplían su Servicio en la Compañía de Morteros del Regimiento Reforzado Nº 17 “Los Ángeles”, en la localidad de Antuco, ubicada al oriente de Concepción, quinientos kilómetros al sur de Santiago. Los jóvenes, en su mayoría de 18 años, superaban el centenar, quienes en la madrugada de ese miércoles iniciaron una marcha desde un refugio militar por los esteros que conectan el Volcán Antuco y la Laguna del Laja. Con los días, cuando un conscripto sobreviviente dio una entrevista en un programa de horario prime, se supo que la marcha se realizó por orden del mayor Patricio Alejandro Augusto Cereceda Truan, con la venia del jefe de Plana Mayor, Luis Pineda, y del coronel a cargo del Regimiento, Roberto Mercado Olguín. El clima era inclemente la noche del martes 17 de mayo. Pero eso lo supimos después.
Mi primo infería de las primeras noticias que, de seguro, a los superiores les pareció una instancia propicia para un ejercicio de preparación en condiciones adversas, similares a las de una batalla en alta montaña en pleno invierno. Los conscriptos subieron equipados con su uniforme básico. A pesar de la ventisca y de los 35º bajo cero, Cereceda los obligó a enfrentarse con el viento blanco. Las noticias ese día eran confusas. Imaginé que el sargento les dijo que había que continuar la marcha, llegar lo más alto posible. Lo más alto posible.
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La tragedia de Antuco fue una larga agonía para los niños y para las familias: se inició el martes 17 de mayo del 2005, se desató el miércoles 18 pero se confirmó recién el viernes 20. La periodista Marcela Alarcón dedicó su tesis de grado a reportear el caso, en el que constituye uno de los primeros documentos que incluye relatos de sobrevivientes, familiares y acusados. Según la reconstrucción cronológica de su Antuco, ¿héroes de qué? La trágica marcha de errores del Ejército de Chile, las distintas divisiones de la Compañía de Morteros iniciaron una marcha sobre la alta montaña cuyo trazado cubría 24 kilómetros, cuando lo máximo recomendado para este tipo de actividades era cinco. En el refugio Mariscal Alcázar, algunos jefes de división ordenan a sus compañías proseguir la marcha hacia el refugio La Cortina la tarde del 17 de mayo, con el objetivo de alcanzar los camiones que los descenderían al Regimiento antes de que la tormenta de nieve anunciada por los informes meteorológicos impidiera el desplazamiento.
La madrugada del 18 de mayo, a las cinco de la mañana, el mayor Patricio Cereceda ordena a las dos compañías que seguían en el refugio Mariscal Alcázar proseguir la marcha.
Cereceda desestimó las condiciones meteorológicas.
Cereceda subestimó las vestimentas incompletas de los conscriptos.
Cereceda sobreestimó el entrenamiento de estos niños que aún no completaban cincuenta días de formación como reclutas.
“El primer contingente había salido a marchar a las cinco de la mañana y el segundo debía hacerlo a las ocho”. En la tarde el Ejército confirmaba que, junto con los conscriptos extraviados, ya había cinco muertos confirmados, “congelados en medio de la tormenta de viento blanco y que al menos otros 28 estaban desaparecidos”. Las familias de los 369 conscriptos se agolparon en el Regimiento. Con el pasar de las horas, permanecían aquellas de cuyos hijitos aún no había noticias. El 19 de mayo, el Ejército informó que 112 conscriptos estaban aislados en el refugio Mariscal Alcázar, a salvo, mientras seguían desaparecidos 97 de ellos.
El Comandante en jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre, había ganado fama en 2003 al enunciar el primer “nunca más” por parte de la institución, con el objetivo confeso de limpiar la imagen del ejército en su actuar en dictadura, pero con el objetivo implícito y real de apresurar los juicios abiertos a rangos inferiores que podrían salpicar a rangos superiores. Al día siguiente de la tragedia, viajó a Los Ángeles para supervisar los sucesos. Él no quería crear “falsas esperanzas”, pero confiaba en la supervivencia.
“La ilusión de encontrar con vida a los conscriptos perdidos, sin embargo, comenzó a menguar. Cuando Cheyre tuvo que explicar si los soldados llevaban indumentaria adecuada, la respuesta fue incierta. En sus primeros comunicados el Ejército aseguró que los conscriptos contaban con tenidas especiales para la nieve, pero familiares de los muchachos denunciaron que no era cierto y reclamaron que sus hijos se habían quedado con las boletas para retirar el uniforme en la mano.
En definitiva, no había seguridad de que portaban las tenidas Gore-Tex, idóneas para soportar bajas temperaturas. La posibilidad de que los jóvenes vistieran el uniforme básico de algodón destruía cualquier esperanza de que hubiesen resistido la tormenta”, documenta el trabajo de Marcela Alarcón.
Cheyre relevaba de su cargo al coronel Roberto Mercado. Cheyre, la prensa y el mundo político no entendían cómo se autorizaron estas maniobras cuando el lunes “16 de mayo, dos días antes de la ya trágica tragedia, la Oficina Nacional de Emergencias, Onemi, había decretado una ‘alerta amarilla’ para advertir la llegada de un fuerte temporal y por ello se había ordenado el cierre de los puertos y de los pasos fronterizos”.
Desesperados, los padres se organizaban e internaban a pie en la montaña, con la esperanza de encontrar algún indicio de sus hijos. Las familias esperaban en el gimnasio del Regimiento, un recinto que las cámaras de televisión invadían el viernes 20 para registrar la angustia de los familiares, para mostrar cómo unas madres –“una poblada de madres insurrectas” (Eltit)– se abalanzaban sobre un general que no daba respuestas, para informar cómo esas mujeres quebraban una mampara tratando de agarrar al general que con sus respuestas absurdas confundía solemnidad con burla. En una cadena nacional, Ricardo Lagos, el presidente que años antes descalificara con su indiferencia y desdén a las familias de las niñas de Alto Hospicio, confirmó 45 muertos: 44 conscriptos y un soldado profesional que acompañaba la marcha a cargo de la alimentación.
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La historia de Chile está emparejada con la historia del Ejército. El lema del escudo nacional, “Por la razón o la fuerza”, es un homenaje al Ejército cuya mitomanía narcisista establece que jamás ha sido vencido. El historiador formado en la Academia de Historia Militar, Felipe Cubillos Correa, señala que “la implementación del Servicio Militar Obligatorio en Chile el año 1900 representó para el Ejército la oportunidad de tener contacto con los sectores populares del país y, de esta forma, poder visualizar la realidad en que estos vivían. Si bien la ‘Ley de Reclutas y Reemplazos’ definía el ingreso de reclutas tanto al Ejército como a la Marina (…), las fuerzas de tierra se han mostrado mayormente receptivas a la llegada de los sectores populares a los cuarteles, mientras que las fuerzas de mar se han mostrado más bien elitistas”.
La apertura a las clases populares subrayada por Cubillos es central para entender el funcionamiento del Servicio Militar Obligatorio en un país cuyas fuerzas armadas y de orden reproducen desde el ingreso el sesgo de clase del país. Los pobres que no pueden pagar una carrera profesional ingresan a las escuelas de sub-oficiales de las distintas ramas militares; los hijos de clase alta, en cambio, a las escuelas de oficiales. Esta orgánica se traduce en que el oficial recién graduado de la última siempre será un superior jerárquico de cualquier egresado de la escuela de sub-oficiales. En otras palabras, el egresado de la escuela sub-oficiales, incluso con décadas de carrera, alcanzará un rango que reproducirá su condición de subalterno frente al más raso de los oficiales.
En esta lógica, el Servicio Militar representa para muchos jóvenes no solo una obligación, sino también la posibilidad de iniciar una carrera que los ayude a superar la pobreza. Este fue el caso de la mayoría de los conscriptos del Regimiento de Los Ángeles, como señala Marcela Alarcón en su investigación tras entrevistar a Sofanor Navarrete, tío que crió al conscripto Cristián Vallejos Vallejos -el doble apellido, en Chile, suele ser la señal de la bastardía, del abandono paterno-, el “Munilque”:
“Al igual que la mayoría de los padres de la zona, [don Sofanor] veía en el Servicio Militar una posibilidad para sus hijos de aspirar a algo más en la vida. De hecho, casi todos los conscriptos llegaron voluntariamente al cantón de reclutamiento, sin buscar excusas para eximirse y con la intención de seguir después del servicio una carrera militar. Además, al menos en teoría, el Ejército estaba tratando de dejar atrás el historial de denuncias por conscriptos maltratados: el nuevo plan prometía incentivar a los muchachos con modernos cursos de computación y ayuda para nivelar los estudios de los soldados que no habían podido terminarlo”.
La carrera militar, para estos niños, era una opción de supervivencia. Ellos entraban al regimiento sin ninguna otra motivación que salir de la pobreza. Por eso, lo que sus superiores les comunicaban era para ellos irrebatible. Su estímulo no se basaba en las premisas ideológicas de los que entraban a la Academia de Guerra, a la Escuela Militar o a la Escuela de Oficiales de Carabineros para convertirse en oficiales en esos años, movidos tanto por la celebración de la “gesta patriótica” de los “valientes soldados” que asesinaron a sus compatriotas como una forma de distinción social dentro de la fronda aristocrática. Cheyre, por supuesto, egresó de la escuela de oficiales.

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Según los historiadores Gabriel Salazar y Julio Pinto, el Servicio Militar Obligatorio se instauró en 1900 con el respaldo del “orgullo ‘nacional’ por la victoria en [la Guerra d]el Pacífico”.
Desde 1885, empero, hay un giro en la pedagogía castrense: a falta de guerras contra enemigos, el Ejército se centra en la defensa de los intereses de las oligarquías frente a los peligros encarnados por las clases populares. “La violencia ‘legítima’, surgida para proteger a unos pocos, se transformó (…) en una escuela de masculinidad patriótica destinada a ‘disciplinar’, en la práctica, a los hombres del bajo pueblo”. La lógica del “disciplinamiento” a la que refieren Salazar y Pinto alude a dos sentidos: por un lado, al castigo “físico” de aquellos mal comportados en la familia nacional; pero, por otro, también al sentido foucaltiano de disciplinamiento, a aquellas estrategias mediante las cuales el poder se inscribe sobre los cuerpos para ejercer la coerción que garantiza su reproducción y que encuentra en los cuarteles del Ejército uno de sus espacios propicios.
El Servicio Militar Obligatorio, así, se torna una instancia de disciplinamiento y de homogeneización nacional. Como señala el ensayista argentino Daniel Link, los servicios militares encarnan uno de los tantos “aparatos de homogeneización social”. La “incorporación a la máquina bélica” supone para el sujeto el disciplinamiento en las distintas modalidades de la “nacionalidad”, entre ellas la lengua de un país o –digo yo– la “adaptación social”: “el Estado lo incluye, y para hacerlo, pretende eliminar toda diferencia”. Mediante el Servicio Militar, el Estado inscribe su poder en los cuerpos. O, en la terminología de Link, “sutura” el cuerpo pobre del conscripto con el cuerpo simbólico de la nación –sus discursos, su legitimidad, su orden naturalizado, sus prejuicios, sus roles genéricos, sus respuestas aprendidas, su interpretación de la historia, sus esquemas biopolíticos.
En el diagrama cultural del Chile de la Transición, la promesa de la alegría modernizante mantuvo intacta esta lógica segregadora, propia de un sistema pre-moderno, hacendal. El Chile posdictatorial le dio una nueva forma al diseño biopolítico de nuestra sociabilidad, un sistema que ya desde el siglo XIX fundaba su primera segregación sobre los cuerpos pobres. Como señala Óscar Contardo, el cuerpo en el Chile de la Transición siguió siendo una “marca de origen”:
“Nuestra manera de convivir, heredada de la colonia, nos obligó a establecer una suerte de ceguera propia sobre nuestro propio apartheid, o tal vez, más que una ceguera, la imposibilidad de darle un nombre claro y preciso sin que eso agreda a los afortunados y los ponga en guardia para contraatacar de manera violenta. Todos sabemos que el aspecto físico de los alumnos de un liceo de la periferia de Santiago es muy diferente al de los de un colegio exclusivo de barrio alto; que los rostros de los conscriptos muertos en Antuco en 2005 –después de que su superior los hiciera marchar bajo una tormenta de nieve– eran muy diferentes a las caras de los jóvenes líderes empresariales que solían aparecer anualmente en diarios y revistas. El cuerpo en Chile es una marca de origen que revela pertenencia y determina el futuro. Sin embargo, es difícil plantear estos hechos como un tema sin recibir una agresión como respuesta”.
Las promesas de modernidad, de igualdad, de “reconciliación” se desvanecen cuando se trata de los cuerpos pobres. La presunta universalización de la igualdad abstracta, mediante una sociabilidad regida por principios organizados en torno a la razón –la modernidad, según Weber– antes que a la pertenencia familiar –la sociedad feudal–, es desmentida día a día en la Comedia de la Alegría o, como se le llama en el discurso político, la transición.
Ni siquiera el Servicio Militar Obligatorio, la instancia de incorporación de los cuerpos pobres en la familia nacional, cumple con esta igualdad limitada a la homogeneización. En Antuco, la única instancia de homogeneización entre los cuerpos, la única inscripción de “Chile” en ellos, ocurrió el 21 de mayo en el gimnasio del Regimiento:
“Una vez confirmadas las identidades [el viernes 20], se programaban misas masivas de responso. A la mañana siguiente se hacían públicos los nombres de los soldados muertos y se preparada el gimnasio para que allí fuesen instalados, en perfecto orden, los ataúdes de color café claro, sobre los que se colocaba una bandera chilena”.
Ricardo Lagos desplegó en el responso luctuoso del sábado 21 de mayo sus gloriosas capacidades oratorias. Su fin era ofrecer consuelo, emparentando a los niños con Arturo Prat, soldado muerto en la mayor gesta militar de la historia y símbolo de orgullo patrio. Al igual que con los familiares de las niñas de Alto Hospicio, Lagos otra vez alardeaba de su indolencia.
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Como reconstruye Marcela Alarcón, en la ciudad de Los Ángeles se decidió levantar un monumento a los “Héroes de la paz” un año después. La Plaza Memorial destaca por 45 árboles originarios de la zona, los que representan a cada uno de los niños enviados a morir bajo la nieve y al único soldado profesional.
Michelle Bachelet, entonces presidenta, arribó a Los Ángeles para acompañar a los familiares. “Tras abrazarlos uno a uno, la mandataria anunció que decretaría el 18 de mayo como día del conscripto”. Por un momento, Bachelet abandonaba la imagen de mujer de hierro que cultivó durante sus dos años al mando del ministerio de Defensa. Cheyre, el Comandante en Jefe al momento de la tragedia, lloró ante las cámaras, se arrodilló ante la Virgen del Carmen, y en ningún momento abrazó a algún familiar: él debía comportarse a la altura de su jefatura. En la economía simbólica de la familia del Ejército, fue Bachelet finalmente quien rompió la rigidez marcial. Con un pequeño gesto de empatía materna, abraza a cada una de las familias de las víctimas un año después de sus muertes.
Seis meses más tarde, el 11 de noviembre, los familiares se manifestaron a través de una velatón en el frontis del La Moneda. Esa tarde, venían de la Corte Marcial que leyó sentencia a los involucrados, no sin cierta premura para alcanzar a subir a los buses comerciales que los transportarían de vuelta a sus ciudades. Bachelet no bajó de su despacho.
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El mayor Patricio Cereceda recibió una condena de cinco años por parte de la Corte Marcial que llevó a cabo el proceso. Considerando un año bisiesto, cinco años equivalen a 1826 días. Si dividimos estos 1826 días de condena por 45 –los 44 conscriptos y el soldado congelados por la nieve–, la sentencia de Cereceda asciende a 40,5 días por cada muerto.
El último cadáver encontrado fue el de Silverio Amador Avendaño Huilpán. Su madre, Flor Huilpán, aguardó 49 días la llamada del Ejército. La espera por el cadáver de su hijo fue mayor a lo que la justicia militar hizo pagar a Cereceda por su pérdida. Y a Dios gracias –“demos-gracia”, como ilustra Lemebel al Chile de la Transición– que, de tantos culpables institucionales, aunque sea uno pagó con cárcel efectiva: los otros soldados profesionales que participaron de la marcha recibieron arrestos que oscilaron desde los dos hasta, en el caso más severo, diez días de prisión militar. Eso, sumado a una anotación negativa en sus hojas de vida. Sí: las muertes fueron una amonestación en sus hojas de vida.
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Un poco antes de conocer su sentencia, el coronel Roberto Mercado fue dado de baja del Ejército. En su testimonio, lo doloroso del acto radicó en las palabras del Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre: “Me produjo un tremendo dolor que se dijera que se ha buscado extirpar un tumor maligno del Ejército”. En la misma entrevista que le concede a Alarcón, Mercado revela, con pena, el diálogo que solía sostener con los padres los días que los niños recibían visitas:
“Cuando había visita para los soldados en el regimiento íbamos familia por familia diciendo que se los íbamos a cuidar, que se los íbamos a devolver con un valor agregado, que se los íbamos a devolver más sanitos”.
Las palabras, el apellido, bailan una trágica cueca premonitoria: Mercado, tumor maligno, valor agregado. Cuerpos mercancías, stock, el paso por el Ejército suponía la adquisición de una plusvalía simbólica: “se los íbamos a devolver con un valor agregado”. Cuerpos donde la máquina estatal operaría su asepsia, el paso por el Ejército permitiría a los niños regresar “más sanitos”.
La metáfora oncológica del “padre” Cheyre (tumor). La metáfora sanitaria (más sanitos). La metáfora economicista (valor agregado) del coronel que hablaba como un padre. Las metáforas dicen todo lo que al final se puede decir: los cuerpos no volvieron “sanitos”; los cuerpos no adquirieron “un valor agregado”. Los cuerpos de estos niños eran, para el Estado, stock. Ser niño huacho en el Ejército es también ser mercancía defectuosa. O ser un tumor extirpable. Sus madres, las de carne y hueso, los siguen llorando. Ni la Virgen del Carmen, patrona del Ejército, pudo revertir la orden de marchar a la muerte emanada de tantos padres-superiores.

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Un texto obligatorio del poemario Antuco 2005, de Carlos Cardani Parra y Carlos Soto Román:
“No conocen la nieve, pero les gusta
La nevada es parte de su instrucción
Verla caer como un cuento de navidad de otro hemisferio
Tocarla por primera vez, sentir como se apelmaza
Son niños vestidos de soldados jugando a tirarse granadas
Imitación de películas traídas por los pocos canales de señal abierta
Luego el campo completamente blanco será un aula de clases
El soldado aprenderá
Cómo estar todo el día en la nieve y seguir con el cuerpo caliente
Montar una carpa sobre la escarcha sin mojarse
Marchar sobre ella sin hundirse
Como castigo sentados con las nalgas descubiertas hasta que el hielo les queme
Después vendrán otras lecciones más estrictas
Formas más duras para la instrucción del montañés”.
Silencio.
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Los cuerpos de los conscriptos congelados por la desidia del Chile de la Transición todavía padecerían una última manipulación, como si la muerte en dichas condiciones no fuera suficiente. Angélica Monares, hermana del único soldado profesional muerto, denuncia que los cadáveres de las víctimas fueron vestidos con ropa de alta montaña ya en la morgue. ¿El objetivo? Asegurarles a los familiares que sí contaban con el equipamiento necesario:
“Hay algo que solamente mandamos al proceso internacional. Hay una foto en que mi hermano aparece en manga de camisa, en una bandeja y con los ojos abiertos. Esa es la primera foto para mí, porque aparece con los ojos abiertos. Después aparece en otra foto, enfocado desde arriba, abrigado, con ropa de montaña, parka de montaña, que él no traía porque se la pasó al soldado sobreviviente Peña, que era un soldado antiguo que se licenciaba el viernes (20 de mayo). Yo me pregunto: ¿En la bandeja abrió los ojos? Por ese tipo de detalles creemos que los cuerpos fueron manipulados. En otra foto aparecen el joven Renca y Pilar con ropa de montaña. ¿Acaso al juez se le pasó esto?”.
Por cierto: el juez marcial a cargo de la investigación “tenía como su superior jerárquico al general Cheyre”, quien hasta el día de hoy no ha ofrecido disculpas por asegurar que los niños sí vestían equipamiento de invierno durante la marcha. De tenerlo, de seguro no hubieran muerto congelados debajo de la nieve.
El Ejército es una institución espejo de Chile, se cuentean ellos mismos, una institución igualitaria. Por eso, para no provocar desigualdad cromática en la vestimenta, esa semana de mayo Cereceda optó por no facilitar las 135 chaquetas de alta montaña “para el uso de los conscriptos” almacenadas entre “las 407 tenidas Gore-Rex” que guardaban en el regimiento. Todo con un único fin: “no afectar la ‘uniformidad’ de la tropa al no tener vestuario para todos”.
Luis Monares, el soldado que bajo la tormenta blanca entregó su chaqueta a Peña y sus botas de nieve a otro conscripto, pudo salvarse. Pero Monares no pudo ignorar, con indiferencia, los gritos de los niños que la nieve devoraba. El conscripto que asistió al velorio narró que Luis desacató la orden de resignación de sus superiores (“A dónde vas, huevón, si no hay nada que hacer”) “porque los muchachos estaban afuera gritando”. Lo último que escuchó fue que “llamaban a la mamá”. Monares no iba como montañés. Él debía preparar las comidas durante la marcha. El Ejército afirma que halló su cuerpo en solitario; la familia prefiere creer a los conscriptos sobrevivientes: “Nosotros sabemos que fue encontrado abrazado con un soldado”. Los gestos maternales de Monares fueron el único acto de humanidad de los soldados profesionales. Gracias a eso, Peña está vivo.